Puedes habitar ese dolor ahora...
- Esencial
- 5 sept
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La mayoría de las veces, cuando sentimos dolor —físico o emocional— lo primero que queremos es huir. Buscar distracciones, apagarlo, correr hacia cualquier cosa que nos permita no sentir. Es comprensible: nuestro sistema nervioso está diseñado para evitar el sufrimiento.
Pero, ¿qué pasaría si en lugar de huir, te detuvieras un momento y te preguntaras:
“¿Puedo habitar este dolor ahora?”
El dolor nos visita como un extraño que no anunciamos, que llega sin aviso y se instala en la sala de nuestra vida. A veces llega suave, otras veces irrumpe con tanta fuerza que apenas nos deja respirar. Y casi siempre, nuestro primer impulso es correr: huir hacia la prisa, hacia lo conocido, hacia todo aquello que nos distrae de sentir.
Pero el dolor, por más que lo ignoremos, no se marcha. Espera. Y cuanto más lo empujamos a la sombra, más crece su voz.

Habitar el dolor no es resignarse ni quedarse atrapado en él. Es algo más sutil: es abrir un espacio dentro de nosotros para escuchar lo que quiere mostrar. Como quien se sienta junto a un río turbulento, sin tratar de detener su corriente, solo observando su paso.
Habitar el dolor no significa rendirse a él ni identificarse con la herida. Significa reconocer que está ahí, darle un espacio, dejar que exprese lo que necesita decir. El dolor trae consigo información: puede señalar un límite traspasado, una pérdida que aún pide duelo, un deseo no escuchado o una necesidad ignorada.
Cuando lo habitamos con presencia, algo cambia. Ya no es un monstruo inmenso que nos persigue, sino una parte de nosotros que pide ser acogida. Y como toda emoción o sensación, también el dolor tiene un ciclo: surge, alcanza un pico, y eventualmente se transforma.
Habitar el dolor requiere suavidad. Puedes empezar por sentir dónde se manifiesta en tu cuerpo.
¿Dónde habita este dolor en mí?
¿Late en mi pecho como un tambor sordo?
¿Arde en mi garganta como una palabra no dicha?
¿Pesa en mis hombros como un silencio guardado demasiado tiempo?
En lugar de luchar, lleva tu respiración hacia allí, como si tu inhalación fuera un abrazo silencioso. El dolor es un mensajero. Señala las fisuras de lo que hemos amado, de lo que hemos perdido, de lo que aún anhelamos. Allí donde duele, hay vida. Allí donde duele, hay una memoria latiendo.
Cierras los ojos por un instante y preguntate:
¿Qué quiere mostrarme este dolor?
¿Qué parte de mí pide cuidado en este instante?
¿Puedo sostenerlo con compasión, aunque sea por unos segundos?
Respira allí....
Como si tu respiración fuera un abrazo.
Como si pudieras envolver ese lugar oscuro con tu presencia.
No se trata de que desaparezca, sino de dejar de luchar contra él.
Porque cuando habitas tu dolor, descubres algo inesperado: tú no eres solo la herida. Eres también el espacio que la sostiene, la vastedad que la contiene. Como el cielo que no se rompe aunque lo atraviese la tormenta. El dolor no nos define, solo nos atraviesa. Y en esa travesía, nos abre caminos hacia la sanación, la ternura y la fuerza interior.

Y poco a poco, cuando lo miras de frente, el dolor cambia de forma.
Ya no es solo peso; se vuelve maestro.
Ya no es solo sombra; se vuelve umbral.
Habitarlo es descubrir que dentro de ti hay un refugio más grande que cualquier herida:
tu propia presencia.
Así que hoy te invito a probar: quédate un instante con tu dolor, sin juicio. Habítalo. Respíralo. Tal vez descubras que en medio de él hay también un refugio silencioso: tu propia presencia.
Entonces, la pregunta ya no es cómo escapar del dolor, sino:
¿Puedo estar aquí, ahora, con todo lo que soy, incluso con lo que duele?
Allí comienza la verdadera transformación...
Con Amor desde Castillo del Aire.
Kate 🌷
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